RESUMEN:
Pablo, el pequeño y débil niño se aferra a las piernas de su padre. Descienden, sin más ruidos que el del goteo del agua sobre la techumbre de hierro. Pasado el minuto, la velocidad disminuyo y con un pesado rechinar de cadenas, el armazón de hierro quedó inmovilizado en la ya más firme tierra de la galería, y allí ambos parados enfrente de la entrada al oscuro hoyo de carbón.
El viejo, tomando la mano de su hijo entrando en el negro túnel, se acercó al fondo, donde estaba sentado un hombre completa mente de negro, y de pálida cara, este que lanzó una mirada interrogadora al humilde minero, este, con una voz llena de sumisión y respeto: -Señor, aquí traigo al chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada al chico, con un cuerpo endeble, de delgados brazos y piernas, con una infantil inconsciencia reflejada en los ojos del muchacho.
-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues, deberías tener lastima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
-Señor –balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de súplica-, somos seis en casa y uno solo trabaja. Pablo ya cumplió ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio sera el de sus mayores, que no tuvieron otra escuela que la mina.
Llevan al pequeño a la compuerta numero doce, al mismo tiempo advirtiendo al padre que si no rendía en la mina sería dado de baja.
Mientras caminaban los tres hacia la galería, el hombre pensaba en las palabras del capataz, que llenaban de angustia su corazón. Hace algún tiempo se notaba su decadencia en la faena minera. La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus penas. Una puerta les cerraba el camino, y en aquella dirección, un bulto pequeño, era un niño pequeño, de unos diez años, estaba acurrucado con los codos en las rodillas, con su pálido rostro y pupilas sedientas de luz.
Después de caminar un rato, los dos hombres y el niño se encontraron por fin delante de la compuerta numero doce.
Pablo que no comprende lo sucedido miraba pacientemente lo que hacian sus acompañantes, que después de intercambiar algunas palabras enseñaron con empeño el manejo de la compuerta, Pablo impresionado por la nueva actividad. Una luz se veía a lo lejos de la galería, luego se oyó el chillido de las ruedas de la vía:
-¡Es la corrida! –exclamaron a un tiempo los dos hombres.
-Pronto Pablo –dijo el viejo- a ver como cumples tu obligación.
El pequeño niño apoyó su cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas terminada la operación, un caballo cruzó rápido delante de ellos.
Los mineros se miraron satisfechos. El vejo le habla al pequeño: él no era ya un chicuelo, como esos que lloraban por cualquier cosa, si no un hombre, nada menos que un obrero, un camarada mas a quien debían tratar como tal, que no se preocupara ya que habían muchos mas de su edad, que cuando haya finalizado la faena vendría a buscarlo para regresar juntos a casa.
Pablo aterrorizado por la situación, solo contestaba a su padre con un ¡vamos! quejumbroso y lleno de miedo, y el ¡vamos padre! Brotaba de sus labios cada vez mas débil.
El viejo fue quebrado por la triste mirada de su pequeño hijo. Un recuerdo de su vida de trabajo y sufrimiento se presentó en su mente, pensó en que pronto su exhausto cuerpo seria arrojado en la mina como un estorbo y al pensar el idéntico destino que sería de su hijo. Pero ese sentimiento se extinguió al pensar en su pobre hogar, de quien era el único sostén.
Después de esto, el viejo ató al niño a un grueso perno en la roca de la mina, la criatura lanzaba gritos de terror. Sus ruegos llenaban la galería, luego oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado en carne.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba hicieron flaquear de su resolución, se detuvo un instante y escucho:
-¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco, no se detuvo sino cuando se encontró fuera, allí su tristeza se transformó en rabia, empuño el mango del pico, golpeó fuertemente la roca. Las aristas del carbón volaban hiriendole el cuello, rostro y pecho. Hilos de sangre se mezclaban con el sudor, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, echándola con el afán que lo oprime: hallar el fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.
El viejo, tomando la mano de su hijo entrando en el negro túnel, se acercó al fondo, donde estaba sentado un hombre completa mente de negro, y de pálida cara, este que lanzó una mirada interrogadora al humilde minero, este, con una voz llena de sumisión y respeto: -Señor, aquí traigo al chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada al chico, con un cuerpo endeble, de delgados brazos y piernas, con una infantil inconsciencia reflejada en los ojos del muchacho.
-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues, deberías tener lastima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
-Señor –balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de súplica-, somos seis en casa y uno solo trabaja. Pablo ya cumplió ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio sera el de sus mayores, que no tuvieron otra escuela que la mina.
Llevan al pequeño a la compuerta numero doce, al mismo tiempo advirtiendo al padre que si no rendía en la mina sería dado de baja.
Mientras caminaban los tres hacia la galería, el hombre pensaba en las palabras del capataz, que llenaban de angustia su corazón. Hace algún tiempo se notaba su decadencia en la faena minera. La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus penas. Una puerta les cerraba el camino, y en aquella dirección, un bulto pequeño, era un niño pequeño, de unos diez años, estaba acurrucado con los codos en las rodillas, con su pálido rostro y pupilas sedientas de luz.
Después de caminar un rato, los dos hombres y el niño se encontraron por fin delante de la compuerta numero doce.
Pablo que no comprende lo sucedido miraba pacientemente lo que hacian sus acompañantes, que después de intercambiar algunas palabras enseñaron con empeño el manejo de la compuerta, Pablo impresionado por la nueva actividad. Una luz se veía a lo lejos de la galería, luego se oyó el chillido de las ruedas de la vía:
-¡Es la corrida! –exclamaron a un tiempo los dos hombres.
-Pronto Pablo –dijo el viejo- a ver como cumples tu obligación.
El pequeño niño apoyó su cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas terminada la operación, un caballo cruzó rápido delante de ellos.
Los mineros se miraron satisfechos. El vejo le habla al pequeño: él no era ya un chicuelo, como esos que lloraban por cualquier cosa, si no un hombre, nada menos que un obrero, un camarada mas a quien debían tratar como tal, que no se preocupara ya que habían muchos mas de su edad, que cuando haya finalizado la faena vendría a buscarlo para regresar juntos a casa.
Pablo aterrorizado por la situación, solo contestaba a su padre con un ¡vamos! quejumbroso y lleno de miedo, y el ¡vamos padre! Brotaba de sus labios cada vez mas débil.
El viejo fue quebrado por la triste mirada de su pequeño hijo. Un recuerdo de su vida de trabajo y sufrimiento se presentó en su mente, pensó en que pronto su exhausto cuerpo seria arrojado en la mina como un estorbo y al pensar el idéntico destino que sería de su hijo. Pero ese sentimiento se extinguió al pensar en su pobre hogar, de quien era el único sostén.
Después de esto, el viejo ató al niño a un grueso perno en la roca de la mina, la criatura lanzaba gritos de terror. Sus ruegos llenaban la galería, luego oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado en carne.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba hicieron flaquear de su resolución, se detuvo un instante y escucho:
-¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco, no se detuvo sino cuando se encontró fuera, allí su tristeza se transformó en rabia, empuño el mango del pico, golpeó fuertemente la roca. Las aristas del carbón volaban hiriendole el cuello, rostro y pecho. Hilos de sangre se mezclaban con el sudor, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, echándola con el afán que lo oprime: hallar el fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.
PERSONAJES:
PABLO:
Físico: Pequeño niño de 8 años, delgado, muy frágil y de tes moreno
Psicológico: De mentalidad infantil y mirada ingenua, era un niño que no veía como sería su futuro en la mina.
PADRE:
Físico: Era un hombre grande, con alrededor de cuarenta años, alto, con barba y manos callosas.
Psicológico: Era un hombre muy preocupado por su familia, puesto que eran muy pobres. De carácter fuerte y consciente del triste futuro de su hijo en la mina.
CAPATAZ:
Físico: Era un hombre entrado en años, de tes pálida, baja estatura y surcado por profundas arrugas.
Psicológico: A pesar de tener un corazón endurecido por la actividad diaria de la mina, este fue impactado por la inocencia y poca edad del niño.
AMBIENTES:
FÍSICO: Lota, Minas de Carbón, La compuerta n° 12. Es cerrado, de suelo y ambiente muy húmedo.
PSICOLÓGICO: Es un ambiente de tristeza puesto que el niño debe dejar su niñez y sus juegos infantiles, para empezar a trabajar y mantener a su familia.
SOCIAL: La pobreza, puesto que el niño debe trabajar para mejorar la condición de su familia, la cual tiene como único sostén a su padre; Y la triste realidad que debían pasar muchos mineros de Lota, que desde pequeños deben abandonar sus estudios para entrar a trabajar.
NARRADOR: Omnisciente
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